miércoles, 10 de julio de 2013

Padre





Es el de la azada a la espalda doblada,

ya en tiempos del siglo añejo.

Moquero anudado en la calva cana,

y grueso pantalón de pana, pana,

que remata con alpargatas de esparto,

harto de la faja bajo el chaleco viejo que encubre:

cicatrices de mil días de pan y agua.



Es el de las muletas de madera rota,

el que se quita el pan de la boca.

El de los logros, el de los duros fracasos,

el de la boina y el del hambre en la guerra,

cuando la hoz siega en el desierto,

y el botijo seco se quiebra.



El que brinca al carro y azuza la mula,

el que emula bajo el retumbo de los truenos,

al ángel que guardaba mis infantiles sueños.

El de las manos rugosas y piel ajada,

por los soles abrasadores del estío,

por el frío tardío que hiela sus llantos.



El que sonríe a la luz de la alborada,

y despide con el dorso el ocaso.

El enjuto hombre que lleva el luto,

entre los apretados dientes de la vida.

El que respira entre sollozos

y dice a los suyos que en los ojos,

una mota de polvo se le ha enredado.



Es el valiente que perdió la infancia

en la soledad de la sierra,

el que picó la piedra de los muros de su casa.

A quien conducen sobre anchos hombros,

en la caja que luego se quema.

Es el de las cenizas que arrastra el viento,

es el del aliento que mi pecho lleva.





Amando Lacueva





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